La campiña madrileña

… o de la doble perspectiva de las cosas

Releyendo el artículo de Rider ¿Prostitución legal?, me ha venido a la mente algo que escribí hace casi diez años, y que me gustaría compartir con vosotros. Se trata de la introducción a un relato titulado El octavo pecado capital; un pequeño atisbo de la Casa de Campo de Madrid y la «doble vida» que estos lugares presencian…

Amanece de nuevo.

Retazos de luz resplandecen en el horizonte, abriéndose camino entre las pilastras de la antigua noria, símbolo perenne del amor jovial e inocente por el que un día nuestras vidas pasaron. Las ramas de los ancianos se agitan ante el piar tímido de algún que otro petirrojo dispuesto a dar gracias por la existencia con la que ha sido obsequiado, generosa en presentes y pobre en depredadores. Y, si se escucha con la suficiente atención, podrá distinguirse cómo el albor restituye la vida al bosque; se puede apreciar, sin ir más lejos, cómo las delicadas flores ofrecen sus encantos a los insectos más madrugadores, o el acaramelado deslizar del rocío pugnando por retornar a la madre Tierra, donde será dador de vida a plantas y animales; pero también tornarán audibles los suspiros de la brisa al encontrar de nuevo aquel con quien compartir sus inquietudes y premuras, o el liviano chapoteo de alguna carpa buscando su desayuno matinal, o el lento devenir del tiempo celeste…

Aquí y allá, cientos de ojos renacen con cada nuevo amanecer; cientos de almas claman a la aurora, devolviendo el amor que la Naturaleza les ha ofrecido, felices porque la obscuridad no ha triunfado… aún.

Sin embargo, conforme se eleva el Dador de vida en el horizonte, otro amor queda al descubierto con el marchito reflejo de sanguinolentas jeringuillas vacías de polvos mágicos, de preservativos preñados con el semen de adúlteros sin escrúpulos, de olvidada ropa interior y de las maltratadas prostitutas que las portaban la noche anterior e iniciaban su pesaroso camino de vuelta a la realidad. Pues la noche, que se empeña en ser aliada incondicional de estos vástagos desterrados de la vida, muere con la llegada del día, arrastrando consigo el aparente cobijo que les ofrecía. Los equipos de limpieza arrasarán entonces las humillantes pruebas de su existencia, ya que resultaría indecente e inhumano que tales inmundicias sociales quedaran expuestas ante la virginal luz de la mañana.

Aquí y allá, cientos de ojos mueren con cada nuevo amanecer; cientos de torturadas almas claman a la aurora, suplicando por el amor que la Naturaleza les había ofrecido, pero que la sociedad cruelmente les arrebató; abatidos ante la perspectiva de un nuevo día, ruegan al Dios de los inocentes por que regrese la obscuridad… pronto.

Tal es la dualidad encerrada en esta campiña de las afueras de Madrid, donde la inocente risa infantil contrasta con el amargo lamento de aquellos que, bien por desidia, bien por repudia, no volverán a ser capaces de ver la vida a través de los inmaculados ojos de un niño.


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